La silla de Ícaro

por Jean Attali

La primera sensación es la de un fondo rojo, franco y claro aunque solo cubra parcialmente el lienzo. La tonalidad viva del segundo plano asume de entrada la inversión del valor que le da a la figura flotante en el centro del cuadro los colores oscuros y tierra dichos naturales .Sobre este fondo rojo brillan escarchas de materia blancuzca, como caídas desde la parte superior del cuadro. La figura, antes de que se pueda percibir netamente el contorno y la substancia, toma la forma de una espiga irregular, casi como un ligero perfil de montaña: es una masa esbozada como un lejano paisaje, disimulada o aligerada por un primer plano atmosférico de bruma espesa. La forma pintada está como en suspensión arriba de una gran parte de materia beige.

 

El motivo viene poco a poco. La impresión de paisaje nace de una simple pieza de ebanistería, su fuerza orgánica de huella inicial de un sujeto anatómico. La entrada sutil entre los registros de una iconografía que se quedó virtual da a la imagen finalmente revelada su eficacidad, su poder de alusión y de incorporación mental. Al principio, este cuadro solo fue un ejercicio de velocidad, de esos que fortalecen la mano y la habilidad del pintor. El esbozo factual y ordinario, se elevó rápidamente al nivel de mito pictórico y de imagen alegórica. Sobre un primer fragmento del cuerpo, Philippe Guérin pinta un pedazo de madera trabajada, un pie de silla Louis XV, traza la curva y la voluta. Con la retoma y superposición del trazo depurado sobre el perfil oscuro de la pieza de anticuario, la curva de la madera se vuelve pierna y pie humano. Una pierna ambigua se sustituye al asiento de la silla, la pierna entera alrededor del pliegue de la rodilla ha integrado el reborde del asiento dándole vida al estilo decorativo. La inclinación de esta forma y de este pliegue enfrente de los ejes del cuadro, y un movimiento de inclinación como de una silla que se deja caer, concentran efectos de espesor carnal, de densidad y de gravedad sobre esta zona por lo tanto descubierta y vacía donde la pintura desaparece dejando hablar al lienzo sin adornos. Al final, vemos bien una pierna, el contorno de una pantorrilla y claramente un tobillo, pero la evidencia figurativa que aparece es la de una imagen sobreviviente,

subsistiendo a pesar del desvanecimiento y casi desaparición de la materia. El tinte mate de la pintura que le da el pegamento de piel utilizado aquí en preferencia al óleo, la ausencia de barniz que confirma el rechazo al brillo, a cualquier artificio luminoso, resalta la tensión del propósito, la economía visual, disciplina del pintor. De esta sequía relativa, a pesar de la luminosidad del fondo rojo, proviene sin duda la impresión de simple esbozo, pero que daría libre curso al juego de reminiscencias pictóricas. No que éstas sean deseadas o buscadas por ellas mismas: el gesto del pintor está más bien aspirado en un remolino que se lleva todas las imágenes del arte, desenlace, en la historia y a veces contra ella, el hilo de los recuerdos, colores, formas, leyendas y fantasmas mezclados.

 

La pierna apenas flota: en realidad sobrenada. De esta pierna abierta renacen para el ojo del observador, efectos de disfrute y de pérdida de sí mismo. La posición probable de este cuerpo, representado por este pliegue y por esta carne desnuda hasta la cadera, es la de acodarse en una cama, de reposo o del abrazo. La desnudez de esta figura casi no pintada sostiene la parte invisible de la imagen, y hace jugar todo un drama mudo de abandono supuesto al doble vértigo del éxtasis y de la muerte. El rojo del cuadro nos recuerda la bata del trabajador iluminando el paisaje de la Chute d’Icare de Brueghel l’Ancien. Los copos lechosos, como una mantilla tirada aquí sobre la pierna más bien que sobre el hombro, resucitan las plumas dispersadas al viento, caídas de las alas quemadas de Ícaro y la espuma del mar en el momento en que el cuerpo se hunde. La pierna replegada es la del ahogado en el cuadro de Brueghel (Museo de las artes reales, Bruselas), o el de la acrobacia del hijo de Dédale en el de Jacob Peter Gowi (Museo del Prado, Madrid).

 

Jean Attali, Marzo 2011

 


“Anunciación”

por Claude Barraud

Hace mucho tiempo compré un cuadro de Philippe Guérin llamado “Anunciación”.

 

Para mí, ese cuadro “se lee”, de derecha a izquierda, en China sería familiar donde, tradicionalmente, las columnas de ideogramas leídos de arriba hacia abajo se leerían también de derecha a izquierda. Es muy difícil de escribir sobre un cuadro que nos gusta ya que lo percibimos y lo sentimos casi instintivamente; así que preferí utilizar este término reductor de “lectura” que permite dar una cierta interpretación de la obra, con esta estratagema se reconcilian el fracaso humano para describir nuestras percepciones y mi falta de imaginación.

 

La Anunciación es el anuncio hecho por el arcángel Gabriel a la virgen María de su maternidad divina. Este evento ha sido a menudo pintado, principalmente durante el Renacimiento italiano; el cuadro epónimo de Leonard de Vinci es el ejemplo más célebre.

 

Ahora bien, en el cuadro de Philippe Guérin, descubrimos más bien la creación progresiva de la Mujer. ¿Sale ella de una costilla de Adam o de un árbol casi mineral? Su representación final a la izquierda del lienzo, por la escisión misma de su cuerpo, ¿indica ella una gestación prevista? ¿Qué decir de las enormes gotas de sangre que la atraviesan para darle vida humana? ¿El espíritu Santo la gemina por intermediario de ese soplo gris claro que sube hasta su grupa?

 

Sin embargo, no necesitamos referirnos a la religión católica u ortodoxa: el cuadro nos “habla” y puede hablarle a todos sin otras referencias que las simplemente humanas.

 

Todo comienza por un tronco de árbol casi mineral que se transforma en una mujer que está de pie. El ser humano reproductor nació entonces de pie, está también dividido en la parte media en dos partes atadas entre ellas por la bolsa de reproducción. Más allá de la evolución darwiniana de las especies aquí encontramos la unión del mineral al vegetal y del vegetal al animal humano, finalizando sobre los procesos de (pro) creación, indispensables a la vida. Las etapas intermediarias, por sus curvas lascivas de la verticalidad, muestran la fuerza hipnótica del sexo.

 

El polen, portador sexual del deseo, atraviesa horizontalmente esta evolución. Sus formas y colores vivos a tonos rojos indican que la reproducción no es solo necesidad, debe ser también deseo, y que el placer del sexo no es obligatoriamente la necesidad de la reproducción. Algunos biólogos y antropólogos modernos piensan que el contrapeso esencial para la buena diversidad genética de las especies es precisamente el placer del amor sin la ambición de dar la vida, incluso para las plantas y las flores, evocamos bien la “mano verde” del jardinero.

 

La idea se manifiesta desde el árbol –piedra inicial, como una savia que sube progresivamente en cada etapa: una voluta gris pastel que sube y baja, se dispersa y se extiende finalmente hacia nosotros. Esta idea está siempre presente: los vegetales piensan y los otros animales también, y al final somos sus descendientes empapados de conciencia. Pero, ¿por qué solo el árbol-piedra no tiene? Sin embargo, pareciera que ciertas noches oímos cantar a las piedras.

 

Después de esta interrogación, una inquietud se apodera de nosotros. El entusiasmo de esta explosión de vida nos había ocultado dos misterios que la habilidad geométrica y sobria nos revela de pronto.

 

¿Por qué las extremidades están ausentes: raíces y cima, pies y cabeza? ¿Estamos bien sobre la tierra, y la mente, olvidando al cerebro base del alma, que nos invadiría por la única necesidad de evolución? O bien, ¿Es que el infierno, y todos los sentidos de nuestra conciencia serían solamente una ilusión subordinada a la necesidad de la reproducción?

 

Finalmente, ¿qué significa la apertura que se abre ante nosotros mientras que los portadores sexuales del deseo, cierto, mucho menos numerosos, continúan su camino? ¿Estaremos al final de la evolución? ¿O es simplemente el signo de nuestra incapacidad de proyectarnos al futuro? ¿O bien terminaremos en un vacío del cual seremos los autores y responsables?

 

Estas preguntas me las hago cada vez que contemplo “Anunciación” de Philippe Guérin. No tengo las respuestas ya que mi imaginación nunca será suficiente para explorar los innumerables espacios dejados por la claridad y riqueza de este cuadro.

 

Claude Barraud, Marzo 2011